La iconografía del Templo
Desde el inicio los cristianos han entendido que, para construir un templo para Dios, tenían que mirar al modelo de la “morada de Dios” en el universo creado, al universo como lugar revelador de la presencia y obra del Dios. Porque la creación es el primer lugar donde Dios se manifiesta al hombre y donde el hombre aprende a conocerse y a encontrar todo el tesoro de imágenes que formarán la base de sus experiencias religiosas.(ver nota *)
Por lo tanto, al edificar la Casa de Dios los cristianos escogen reflejar la estructura de la morada cósmica de Dios en la misma estructura arquitectónica del templo, que consiste en el binomio mundo terreno – mundo celestial. Es decir, al espacio visible y material de la tierra, caracterizado por una cuadri-partición espacial (los cuatro puntos cardenales) y temporal (las cuatro estaciones del año), se le reserva la zona de la nave rectangular del templo; mientras que al mundo celestial, invisible y espiritual, se le reserva el espacio semicircular del ábside y las zonas altas del techo y de la bóveda/cúpula.
El programa iconográfico acompaña y potencia este mensaje de la arquitectura del templo, reflejando la acción salvadora de Dios en el tiempo, desde la creación hasta la redención del Verbo hecho carne (la zona del naos, del baptisterio y de la nave del templo); para culminar en la comunión plena con Dios alcanzada por Cristo en la entrega de su vida en la Cruz y la Resurrección y Glorificación en el cielo (las escenas representadas en la zona del presbiterio, de la bóveda/cúpula).
Es importante ver cómo los dos mundos comunican y “hablan” de la presencia creadora y salvadora de Dios. El Creador, que todo lo sostiene con su acción providente, lleva la creación hacia su plenitud, hacia la comunión con Dios mismo. Y aquí se revela la novedad radical de la fe cristiana: el nexo en el cual se hace posible la comunicación plena entre el mundo creado y el mundo divino, entre creatura y Creador, es el Hijo del Padre que se hizo hombre. Es en Jesucristo donde todo encuentra su plenitud, porque “en Él fueron creadas todas las cosas, (…) todo fue creado por Él y para Él. (…) En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, | las del cielo y las de la tierra, | haciendo la paz por la sangre de su cruz.” (Col 1, 16-20).
Y esta comunión, llevada a cabo a través de la acción salvadora de Dios, es cantada y celebrada en la acción de gracias del Pueblo de Dios en la liturgia, de la cual la iconografía es parte esencial. Porque la iconografía tiene sentido sólo en cuanto expresión de la fe viva de la Iglesia, celebrada en el culto. Las imágenes no se limitan a “ilustrar” el misterio de la historia sagrada, como un apéndice didáctico, sino que, gracias a su lenguaje proprio de expresión, desvelan su mensaje siempre en el contexto de la celebración litúrgica. Introducen en la celebración litúrgica, iluminan con luz propia el misterio celebrado y nos ponen en la presencia de Dios, disponiéndonos a la acción regeneradora de Cristo en nuestro vivir cotidiano.
Nota * : Esta intuición es propia no solo de los cristianos, sino que es común a todas las grandes culturas tradicionales. Ver CHAMPEAUX-STERCKS, Simboli del medioevo, Jaca Book, Milán, 1988. M. G. MUZJ, Visione e presenza, Milán, Matriona, 1995.
Por lo tanto, al edificar la Casa de Dios los cristianos escogen reflejar la estructura de la morada cósmica de Dios en la misma estructura arquitectónica del templo, que consiste en el binomio mundo terreno – mundo celestial. Es decir, al espacio visible y material de la tierra, caracterizado por una cuadri-partición espacial (los cuatro puntos cardenales) y temporal (las cuatro estaciones del año), se le reserva la zona de la nave rectangular del templo; mientras que al mundo celestial, invisible y espiritual, se le reserva el espacio semicircular del ábside y las zonas altas del techo y de la bóveda/cúpula.
El programa iconográfico acompaña y potencia este mensaje de la arquitectura del templo, reflejando la acción salvadora de Dios en el tiempo, desde la creación hasta la redención del Verbo hecho carne (la zona del naos, del baptisterio y de la nave del templo); para culminar en la comunión plena con Dios alcanzada por Cristo en la entrega de su vida en la Cruz y la Resurrección y Glorificación en el cielo (las escenas representadas en la zona del presbiterio, de la bóveda/cúpula).
Es importante ver cómo los dos mundos comunican y “hablan” de la presencia creadora y salvadora de Dios. El Creador, que todo lo sostiene con su acción providente, lleva la creación hacia su plenitud, hacia la comunión con Dios mismo. Y aquí se revela la novedad radical de la fe cristiana: el nexo en el cual se hace posible la comunicación plena entre el mundo creado y el mundo divino, entre creatura y Creador, es el Hijo del Padre que se hizo hombre. Es en Jesucristo donde todo encuentra su plenitud, porque “en Él fueron creadas todas las cosas, (…) todo fue creado por Él y para Él. (…) En Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, | las del cielo y las de la tierra, | haciendo la paz por la sangre de su cruz.” (Col 1, 16-20).
Y esta comunión, llevada a cabo a través de la acción salvadora de Dios, es cantada y celebrada en la acción de gracias del Pueblo de Dios en la liturgia, de la cual la iconografía es parte esencial. Porque la iconografía tiene sentido sólo en cuanto expresión de la fe viva de la Iglesia, celebrada en el culto. Las imágenes no se limitan a “ilustrar” el misterio de la historia sagrada, como un apéndice didáctico, sino que, gracias a su lenguaje proprio de expresión, desvelan su mensaje siempre en el contexto de la celebración litúrgica. Introducen en la celebración litúrgica, iluminan con luz propia el misterio celebrado y nos ponen en la presencia de Dios, disponiéndonos a la acción regeneradora de Cristo en nuestro vivir cotidiano.
Nota * : Esta intuición es propia no solo de los cristianos, sino que es común a todas las grandes culturas tradicionales. Ver CHAMPEAUX-STERCKS, Simboli del medioevo, Jaca Book, Milán, 1988. M. G. MUZJ, Visione e presenza, Milán, Matriona, 1995.