Icono y Teología
El don de la fe siempre se manifiesta como una fe “encarnada”, que necesita expresarse de forma concreta, a través de la palabra, de la imagen, del canto. Porque nuestro Salvador se hizo hombre para tocar y transformar “desde dentro” la vida del hombre, regenerando cada dimensión del vivir humano.
¿Es posible representar a Dios? La imagen evoca una presencia: un ser querido, una situación, un paisaje. La imagen litúrgica evoca la presencia divina y, más aún, en cierto sentido hace de intermediario de nuestro ponernos en la presencia de Dios.
Al hacerse hombre, el Hijo del Padre revela la divinidad a través de su humanidad, su carne se hizo “transparente” de la presencia divina: se dejó ver, tocar, escuchar, encontrar, manifestándose como “Dios-con-nosotros”. La posibilidad de representar en imagen el rostro del Dios-con-nosotros es, según los teólogos, una prueba segura de la Encarnación del Hijo del Padre (según san Juan Damasceno y san Teodoro Studita).
Al representar el rostro del Hijo de Dios no se evoca simplemente la vida terrena de Cristo, sino que establece una relación real con Cristo mismo en el “ahora” de nuestra historia. Porque nuestro Redentor introduce una dimensión nueva en nuestro tiempo (ver José Granados, Teología del tiempo): al entrar en un momento y un lugar concreto de la historia del hombre, el Hijo del Padre la asume y la transforma, la redime y la permea de su vida; y no solo la historia de sus contemporáneos, sino la historia de toda la humanidad, desde el primer hombre hasta el fin de los tiempos. He aquí como expresa esta realidad el apóstol san Pablo en la carta a los Colosenses:
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. (Col 1, 12 -20)
Cuando representamos el rostro de Cristo y le damos culto litúrgico (besar, incensar, llevar en procesión, adornar, rezar, cantar, etc.) no solo evocamos al Redentor hecho hombre hace dos mil años, no es un mero recuerdo, sino que nuestro gesto, contacto, mirada, se dirige (por mediación de la imagen) a Cristo mismo en una relación personal en el “ahora” de nuestra vida. Porque, como decía san Basilio el Grande, “la veneración de la imagen se dirige directamente al prototipo”.
¿Es posible representar a Dios? La imagen evoca una presencia: un ser querido, una situación, un paisaje. La imagen litúrgica evoca la presencia divina y, más aún, en cierto sentido hace de intermediario de nuestro ponernos en la presencia de Dios.
Al hacerse hombre, el Hijo del Padre revela la divinidad a través de su humanidad, su carne se hizo “transparente” de la presencia divina: se dejó ver, tocar, escuchar, encontrar, manifestándose como “Dios-con-nosotros”. La posibilidad de representar en imagen el rostro del Dios-con-nosotros es, según los teólogos, una prueba segura de la Encarnación del Hijo del Padre (según san Juan Damasceno y san Teodoro Studita).
Al representar el rostro del Hijo de Dios no se evoca simplemente la vida terrena de Cristo, sino que establece una relación real con Cristo mismo en el “ahora” de nuestra historia. Porque nuestro Redentor introduce una dimensión nueva en nuestro tiempo (ver José Granados, Teología del tiempo): al entrar en un momento y un lugar concreto de la historia del hombre, el Hijo del Padre la asume y la transforma, la redime y la permea de su vida; y no solo la historia de sus contemporáneos, sino la historia de toda la humanidad, desde el primer hombre hasta el fin de los tiempos. He aquí como expresa esta realidad el apóstol san Pablo en la carta a los Colosenses:
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él y para Él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz. (Col 1, 12 -20)
Cuando representamos el rostro de Cristo y le damos culto litúrgico (besar, incensar, llevar en procesión, adornar, rezar, cantar, etc.) no solo evocamos al Redentor hecho hombre hace dos mil años, no es un mero recuerdo, sino que nuestro gesto, contacto, mirada, se dirige (por mediación de la imagen) a Cristo mismo en una relación personal en el “ahora” de nuestra vida. Porque, como decía san Basilio el Grande, “la veneración de la imagen se dirige directamente al prototipo”.